A la muerte de Alejandro, su Imperio, apenas sometido, se convierte en escenario de las luchas de los diadocos. En menos de veinte años se realiza una división estable en tres zonas: los lágidas en Egipto, los seléucidas en Siria, el reino macedonio. Palestina, como parte de la Celesiria, vuelve a ser terreno disputado por los señores de Egipto y Siria. Durante todo el siglo III dominaron benévolamente los ptolomeos, siguiendo una política de tolerancia religiosa y explotación económica. En el 199, Antíoco III de Siria se aseguró el dominio de Palestina y concedió a los judíos en torno a Jerusalén autonomía para seguir su religión y leyes, con obligación de pagar tributos y dar soldados al rey.
En el primer siglo del helenismo, los judíos, más o menos como otros pueblos, estuvieron sometidos a su influjo, y se fue realizando una cierta simbiosis espiritual y cultural, sin sacrificio de la religió y las leyes y tradiciones paternas. El siglo siguiente, las actitudes diversas frente al helenismo fraguan en dos partidos opuestos: el progresista, que quiere conciliar la fidelidad a las propias tradiciones con una decidida apertura a la nueva cultura internacional, y el partido conservador, cerrado y exclusivista. En gran parte, las luchas que narra este libro son luchas judías internas o provocadas por la rivalidad de ambos partidos.
Antíoco IV hace la coexistencia imposible al escalar las medidas represivas. (Aquí comienza el libro). Los judíos reaccionaron primero con la resistencia pasiva hasta el martirio; después abandonaron las ciudades en un acto de resistencia pasiva; finalmente, estalló la revuelta a mano armada. Primero en guerrillas, después, con organización más amplia, lucharon con suerte alterna desde el 165 hasta el 134. Hasta que los judíos obtuvieron la independencia bajo el reinado del asmoneo Juan Hircano.
En tiempos de este rey y con el optimismo de la victoria se escribió el primer libro de los Macabeos, para exaltar la memoria de los combatientes que habían conseguido la independencia, y para justificar la monarquía reinante.
Justificación, porque Juan Hircano era a la vez sumo sacerdote y rey, cosa inaudita y contra la tradición. Si la descendencia levítica podía justificar el cargo sacerdotal, excluía el oficio real, que tocaba a la dinastía davídica de la tribu de Judá.
El autor, usando situaciones paralelas y un lenguaje rico en alusiones, muestra que el iniciador de la revuelta es el nuevo Fineés (Nm 25), merecedor de la función sacerdotal; que sus hijos son los nuevos "Jueces", suscitados y apoyados por Dios para salvar a su pueblo; que la dinastía asmonea es la correspondencia actual de la davídica.
Más aún, muestra el nuevo reino como cumplimiento parcial de muchas profecías escatológicas o mesiánicas: la liberación del yugo extranjero, la vuelta de los judíos dispersos, la gran tribulación superada, el honor nacional reconquistado, son los signos de la nueva era de gracia.
El autor no vivió (al parecer) para contemplar el fracaso de tantos esfuerzos e ilusiones, es decir, la traición por parte de los nuevos monarcas de los principios religiosos y políticos que habían animado a los héroes de la resistencia. Fueron otros quienes juraron odio a la dinastía asmonea y con su influjo lograron excluir de los libros sagrados una obra que exaltaba las glorias de dicha familia.
Por encima del desenlace demasiado humano, el libro resultó el canto heroico de un pueblo pequeño, empeñado en luchar por su identidad e independencia nacional: con el heroísmo de sus mártires, la audacia de sus guerrilleros, la prudencia política de sus jefes. La identidad nacional en aquel momento se definía por las "leyes paternas" frente a los usos griegos, especialmente las más distintivas. Por el pueblo, así definido, lucharon y murieron hasta la victoria.
El libro es, por tanto, un libro de batallas, con muy poco culto y devoción personal. Dios apoya a los combatientes de modo providencial, a veces inesperado, pero sin los milagros el segundo libro de los Macabeos y sin realizar él solo la tarea, como en las Crónicas. El autor es muy parco en referencias religiosas explícitas, pero el tejido de alusiones hacen la obra transparente para quienes están familiarizados con los escritos bíblicos precedentes. La obra es claramente parcial contra los seléucidas en general y contra el partido judío filohelenista.
El autor tuvo acceso a documentos de archivo para sus fechas y quizá para algunas cartas. Si no participó personalmente en la lucha, se diría que entrevistó a algunos participantes. La obra tiene gran valor histórico, no anulado por la postura manifiesta del autor.
La construcción del libro es cronológica y sencilla: 1-2: Comienza la persecución y la revuelta de Matatías; 3,1-9,22: Judas Macabeo; 9,23-12,52: Jonatán; 12,53-16,22: Simón.
El estilo narrativo tiene bastante viveza cuando se concentra en escenas o en registrar algunos detalles. En general, tiene al énfasis retórico: términos universales para dar la impresión de totalidad, frecuentes superlativos, adjetivos de valor o desprecio, enumeraciones, antítesis en serie. Introduce discursos, elegías, elogios. Tiende a provocar la emoción patética.
El libro se lee en la traducción griega de un original hebreo perdido.
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